¿Qué piensa la sociedad sobre el futuro?
En economía solemos representar el bienestar mediante una función de utilidad que combina consumo y ocio. Trabajar más permite consumir más, pero a costa de tener menos tiempo libre; trabajar menos libera tiempo, pero reduce la renta. Cuando la productividad aumenta y los salarios reales crecen, el efecto renta debería dominar: al sentirnos más ricos, tendemos a trabajar menos y disfrutar de más ocio. Keynes no solo lo intuía: lo observaba en la historia económica. Cada revolución tecnológica —la mecanización, la electrificación, la expansión de los servicios— había ido acompañada de una reducción de las horas trabajadas. A su juicio, ese proceso culminaría con la abundancia material y con una nueva forma de bienestar centrada, no en consumir más, sino en disponer de más tiempo para vivir.
En 1930, durante su conferencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid titulada “Posibilidades económicas para nuestros nietos”, Keynes llevó esa lógica a su conclusión natural. Si el progreso técnico y la acumulación de capital seguían avanzando al ritmo observado desde la Revolución Industrial, la productividad se multiplicaría varias veces en el plazo de un siglo. Calculó que, hacia el año 2030, el nivel de vida medio sería entre cuatro y ocho veces superior al de su tiempo, y que bastaría con trabajar quince horas semanales para cubrir las necesidades materiales. Pero a pocos años de alcanzar esa fecha, no parece que su predicción vaya a cumplirse. Las ganancias de productividad se han ralentizado y, aunque la renta ha crecido, las horas trabajadas no se han reducido tanto. El problema económico sigue sin resolverse, y el verdadero desafío continúa siendo cómo convertir el progreso en tiempo libre y bienestar efectivo.
El propio Keynes había advertido del riesgo: distinguía entre las necesidades absolutas —comer, vestir, tener un techo, disponer de seguridad— y las relativas, aquellas que nacen de compararnos con los demás. Las primeras pueden satisfacerse; las segundas, nunca. Una vez cubiertas las básicas, el deseo de más bienes se renueva sin fin, empujando a seguir trabajando para sostener un nivel de vida cada vez más aspiracional. La cultura del consumo terminó neutralizando el efecto renta que debería habernos permitido trabajar menos. En lugar de liberar tiempo, la prosperidad amplió el perímetro de nuestras ambiciones.
Con los años, la idea de bienestar cambia. Cuando eres joven, lo asocias a las oportunidades, al futuro que puedes construir; en la edad adulta, empiezas a medirlo de otra forma. Después de mucho tiempo trabajando, te das cuenta de que hay cosas que pueden seguir creciendo —la renta, el consumo, incluso el conocimiento— y otras que no: el tiempo. En la práctica, el bienestar adulto tiene mucho que ver con el control del tiempo. Llega un punto en que lo que más valoras no es ganar más, sino poder organizar tu vida sin que el trabajo lo ocupe todo. El ocio deja de ser evasión y se convierte en una forma de equilibrio: tiempo para cuidar, compartir o simplemente no hacer nada sin sentir culpa. En esa etapa, el bienestar se mide menos en ingresos y más en autonomía. Pero no todos pueden permitírselo: el tiempo libre también se distribuye de forma desigual, y acaba marcando una nueva frontera entre quienes viven para trabajar y quienes pueden decidir su ritmo.
Durante mucho tiempo pensé que esa relación con el tiempo era solo una cuestión de edad, algo que se aprende cuando uno se hace mayor. Pero empiezo a ver que los jóvenes también han empezado a valorar su tiempo libre, aunque por razones muy distintas. En su caso, no es tanto una elección como una reacción a un sistema que ya no ofrece las mismas promesas. Muchos afrontan su vida adulta con barreras que antes parecían alcanzables: la vivienda, la estabilidad laboral o la posibilidad de formar una familia. Ven que el esfuerzo adicional no se traduce en independencia ni en seguridad, y que el retorno de trabajar más horas o asumir más responsabilidades es cada vez menor. A eso se suma la incertidumbre sobre el cambio climático, que refuerza la sensación de que el futuro puede no ser mejor que el presente. Ante esa realidad, deciden dar otro valor a su tiempo. Si el trabajo no garantiza una vida mejor, el ocio aparece como un espacio propio, una forma de protegerse de la frustración. Mientras los mayores intentan recuperar el tiempo perdido, los jóvenes prefieren no perderlo desde el principio. En ambos casos, el bienestar se redefine, y el tiempo vuelve a colocarse en el centro de la ecuación.
No parece que Keynes se equivocara en su diagnóstico, sino quizá en los plazos. El progreso material sigue avanzando, pero su traducción en bienestar no es automática. La cuarta revolución industrial —impulsada por la inteligencia artificial y la automatización— puede generar un salto importante en productividad, pero su impacto real dependerá de cómo se repartan sus beneficios: si se traducen en más ocio y calidad de vida, o en más presión y desigualdad. Lo que antes medíamos en renta o consumo empieza a medirse en horas de vida propia. El tiempo se ha convertido en el nuevo capital del bienestar: un recurso que genera valor cuando se usa bien, que produce salud, vínculos y equilibrio, y cuya escasez determina cada vez más nuestras desigualdades.
Durante décadas, cuando el trabajo era el principal objetivo de la mayoría, tenía sentido medir el bienestar a través del PIB per cápita. Si todos querían trabajar más y producir más, ese indicador reflejaba bien el progreso. Pero si, gracias a los avances técnicos, las personas empiezan a dar más peso al tiempo libre o al ocio, el PIB deja de ser una medida completa. Puede que la producción no crezca tanto, pero el bienestar sí. Si trabajar menos y tener más tiempo es una decisión individual y voluntaria, no un síntoma de desempleo, entonces un menor crecimiento no implica un empeoramiento del bienestar. La economía tendrá que adaptarse a esa realidad: cuando el ocio se convierte en una preferencia generalizada, el tiempo pasa a ser un componente esencial del bienestar, y quizá el nuevo capital que realmente importa.






