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17/9/25

Red-siliencia: vínculos que sostienen la vida

Frente a vínculos frágiles, este artículo propone recuperar la fuerza de lo común y construir redes sólidas que nos sostengan en todas las etapas de la vida.
Rosa Molina
Divulgadora en redes sociales, especialista en psiquiatría de la sanidad pública Madrileña, doctora por la universidad pública de Madrid y máster en Neurociéncias

¿Qué piensa la sociedad sobre el futuro?

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Vivimos tiempos en los que la conexión es instantánea pero el vínculo es volátil. Las “relaciones líquidas” como las llama Z. Bauman, autor de Amor Liquido, superficiales, intercambiables, sin compromiso ni responsabilidad, han colonizado nuestras formas de relacionarnos. Prometen inmediatez, entregan fragilidad a cambio.

De ahí surge la necesidad de recuperar el concepto de red-siliencia (Molina R., 2023): una red de vínculos sólidos, significativos y duraderos que no solo acompañan, sino que sostienen y fortalecen. Este concepto retoma y resignifica la idea de "red", recordándonos que los vínculos no existen en el vacío: necesitan un lugar, un contexto y unas condiciones que los hagan posibles y los mantengan vivos. Porque quizás nos equivocamos al repetir hasta el cansancio el manido término de resiliencia, o tal vez lo interpretamos mal y pusimos tanto el foco en su parte más individual que nos olvidamos de lo colectivo. La cultura del “yo” acabó por desplazar al “otro”, y por instalar en el sujeto la falsa ilusión de que era completamente independiente y autosuficiente.

Este enfoque es esencial al pensar en las generaciones jóvenes que hoy se desarrollan y mañana en vejecerán. Si cultivamos vínculos líquidos, cosecharemos redes débiles. Si fomentamos relaciones comprometidas, construiremos redes resilientes capaces de sostenernos en los años más vulnerables. Y esta red no depende solo de vínculos personales, sino también de contextos que los hagan posibles: entornos que favorezcan la cooperación, políticas que promuevan el cuidado y una cultura que valore lo común por encima de lo efímero.

Pero, ¿cómo hablar de futuro con jóvenes que viven inmersos en la urgencia del presente? Su etapa vital prioriza la identidad, el impulso, lo inmediato. No porque no les importe el bienestar, sino porque su desarrollo los lleva a vivir intensamente el ahora, mientras el futuro aparece como una idea lejana o incluso angustiante. Esta dificultad natural se agrava en una cultura que premia la gratificación instantánea, la exposición constante y el rendimiento sin pausa. Les exigimos proyectarse hacia el futuro cuando ni el presente les ofrece estabilidad.

Por eso, no basta con pedirles que miren al futuro. Debemos construir condiciones que hagan posible desearlo. Necesitamos entornos donde valga la pena proyectarse, donde los vínculos sean valiosos, y donde haya adultos que encarnen formas sanas de cuidado que actuen como modelos. Educar no es solo transmitir habilidades, sino también ofrecer modelos y horizontes posibles.

Hoy, entre las nuevas generaciones, el eje de valor ha mutado: antes primaba el prestigio o la posesión; ahora es el bienestar. El péndulo cultural ha oscilado del “tener” al “ser”, y eso puede ser un avance, aunque también un retroceso cuando el “ser” se reduce a la búsqueda constante de experiencias placenteras, convertidas en bienes de consumo. Estas generaciones intuyen que poseer no garantiza calidad de vida, y por eso rechazan la lógica de la “auto explotación” que describió el filósofo Byung Chul Han en sus críticas al sujeto neoliberal. Sin embargo este grio hacia el “ser” corre el riesgo de volverse individualista si carece de un componente fundamental: el “ser con otros”.

Es urgente replantearse la lógica individualista del éxito personal. El bienestar no se alcanza en soledad, sino en comunidad. Necesitamos una ética del “nosotros”, donde el valor también esté en cuánto cuidamos, compartimos y sostenemos. Como señala Victoria Camps, a la ciudadanía hay que exigirle un “mínimo común ético”: civismo entendido como responsabilidad con el otro, en reciprocidad con lo recibido.

Para que esta visión no quede en un deseo romántico, necesitamos también transformar estructuras concretas: urbanas, educativas, políticas y culturales así como modificar las condiciones materiales y simbólicas que hagan posible los cambios necesarios para una vejez digna y con sentido.

¿Podemos imaginar ciudades pensadas para todas las etapas de la vida? ¿Espacios caminables, intergeneracionales, que favorezcan el encuentro? ¿Educar en la vejez desde la infancia? ¿Promover políticas que dejen de ver a los mayores como una carga, y reconozcan su valor afectivo, simbólico y social? ¿Usar tecnologías cuidadoras, accesibles y adaptadas, que potencien la autonomía y la conexión?

Este futuro no se construye solo con buenas intenciones, sino con acciones. ¿Y por dónde empezar? ¿por el fortalecimiento de redes de apoyo vecinal y comunitario?;¿por el fomento de experiencias intergeneracionales en escuelas y centros culturales?; ¿por el diseño de entornos urbanos con accesibilidad real, que permitan el acceso fácil para todos?; ¿por la incorporación del cuidado como un eje transversal en la educación?.

Quizás organizando esos primeros diálogos, que se han dificultado por la brecha digital. Es difícil construir desde el adulto centrismo y desde la lógica del mercado. Se necesita un diálogo entre generaciones. No podemos proyectar el futuro sin escuchar tanto a quienes lo están viviendo como a quienes lo vivirán. Prepararlo implica activar lo que el neurocientífico David Ingvar llamó “recuerdos del futuro”: esa capacidad humana de proyectar combinando lo vivido con lo que deseamos alcanzar.

Necesitamos una imaginación lúcida, arraigada en la experiencia, que nos ayude a visualizar futuros posibles desde la conciencia crítica del presente. Recordar el futuro es también recordar que ya supimos cuidar, colaborar y convivir. Solo lo tenemos sumergido bajo el vértigo de lo cotidiano. En nuestro modo de vida actual y la hiper individualización nos hace olvidar que estamos tejidos por la interdependencia y hemos comenzado a creer que somos autosuficientes, incluso ajenos unos de otros. En ocasiones se requiere recuperar esa memoria dormida dela experiencia compartida.

Una sociedad consciente sabe que su progreso no se basó en la competencia individual, sino en la cooperación y el cuidado compartido, lo que hoy por hoy la inteligencia artificial no ha podido reemplazar. Porque lo humano no se fabrica: se teje entre muchos.

Apostar por vínculos sólidos, espacios humanos y sentido vital es un gesto civilizatorio. Y no se trata solo de ideales: significa promover experiencias intergeneracionales, impulsar políticas de cuidado, rediseñar entornos urbanos accesibles, y sostener relaciones donde cada etapa de la vida tenga valor y lugar

Como propuso Erik Erikson, cada etapa vital trae sus retos, pero también sus regalos. En la vejez, el desafío es alcanzar la integridad: mirar hacia atrás con serenidad, y hacia adelante con aceptación. Y todo ello requiere del otro, del grupo y de compañía, con dignidad y con sentido.

Invertir hoy en relaciones profundas, estructuras colectivas y sentidos compartidos es una apuesta por nuestra propia humanidad. Y si a veces parece un desafío inalcanzable, conviene recordarnos que el verdadero cambio no comienza con grandes gestos, sino con acciones concretas, sostenidas y compartidas.

Como afirmaba Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.”

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