¿Qué piensa la sociedad sobre el futuro?
La educación no solo enseña a leer y escribir. Forja trayectorias vitales, abre o cierra puertas, y determina, en buena parte, el tipo de vida que una persona podrá llevar. En este sentido, la educación no es una dimensión más del bienestar: es su cimiento.
Si queremos hablar de “bienestar extendido”, debemos ampliar nuestra mirada más allá de los indicadores clásicos -ingresos, salud, empleo- para incorporar una variable decisiva y muchas veces invisible: la desigualdad educativa. No basta con que existan escuelas; importa quién accede, cómo, con qué apoyos, en qué condiciones, y hacia dónde les lleva ese acceso.
La promesa educativa: cada vez más lejos para algunos
Durante décadas, la educación ha sido entendida como una palanca de movilidad social. La narrativa meritocrática ha repetido una y otra vez que si estudias, te esfuerzas y haces “lo correcto”, llegarás lejos. Pero esa promesa empieza a resquebrajarse. No porque el esfuerzo no importe, sino porque no parte todo el mundo del mismo lugar.
Hoy en España, un niño de una familia con bajo nivel educativo tiene muchas menos probabilidades de terminar la educación superior que uno cuyos padres tienen títulos universitarios. Según el último informe Panorama de la Educación 2024, en España solo el 31% de las personas adultas cuyos padres no tienen estudios secundarios superiores logra alcanzar un título universitario. En cambio, entre quienes tienen al menos un progenitor con estudios universitarios, ese porcentaje asciende al 77%.
La trampa es evidente: no solo se hereda el capital económico, también el cultural, relacional y aspiracional. Y eso, en un sistema que todavía penaliza la precariedad con un doble castigo-menos oportunidades y más obstáculos- consolida un modelo de bienestar excluyente.
Educación y bienestar: una relación intergeneracional
Hablar de bienestar extendido implica pensar a largo plazo. ¿Cómo se traduce una educación desigual en el futuro de las personas? El vínculo es directo: menor nivel educativo implica, estadísticamente, más probabilidades de tener trabajos peor remunerados, más inestables y con mayor exposición a riesgos físicos y psicosociales. También hay una correlación clara entre nivel formativo y esperanza de vida, participación democrática, salud mental y confianza interpersonal.
La educación, por tanto, no es solo una política sectorial: es una infraestructura del bienestar. Y su desigualdad no se queda en el aula: se arrastra durante décadas y se hereda. Un sistema educativo que no compensa las desigualdades sociales, sino que las amplifica, está condenando a generaciones enteras a un bienestar fragmentado, temporal o directamente inaccesible.
Más allá del aula: ecosistemas de aprendizaje
Cuando hablamos de desigualdad educativa solemos mirar dentro de las escuelas. Pero buena parte de lo que marca la diferencia ocurre fuera: en el hogar, en el barrio, en el acceso a refuerzo escolar, a dispositivos digitales, a actividades culturales, al capital emocional y relacional que hace que una niña confíe en que puede llegar a ser científica, o que un adolescente se vea a sí mismo en la universidad.
El bienestar futuro no solo depende de cuánto aprenden los alumnos, sino de cómo lo hacen, con quién, en qué entornos y con qué expectativas sociales. Por eso debemos hablar de educación como un ecosistema: uno que debe ser redistribuido, democratizado y sostenido en el tiempo.
Esto implica invertir no solo en infraestructuras y contenidos, sino en políticas de cuidado que reconozcan que muchos niños y niñas aprenden en condiciones de estrés, pobreza o exclusión; y que el bienestar presente —la salud mental, la alimentación, la estabilidad emocional— es también una condición para el bienestar futuro.
El riesgo de cronificar la brecha
La pandemia dejó una fotografía clara de lo que ocurre cuando se rompe la escuela como espacio igualador. Los alumnos con recursos siguieron aprendiendo. Los que no los tenían, quedaron rezagados. Y ese rezago no es anecdótico: puede significar repetir curso, abandonar los estudios, perder la confianza o asumir que “esto no es para mí”. La brecha educativa es, muchas veces, la antesala de una brecha vital.
El peligro es que esta desigualdad se cronifique, se normalice y se integre como parte del paisaje. Pero si asumimos que el bienestar extendido implica pensar en la vida plena, sostenible y digna de las personas a lo largo del tiempo, debemos actuar ahora. Porque cada curso escolar que pasa sin una intervención ambiciosa reproduce no solo injusticias educativas, sino desigualdades estructurales de renta, salud y participación.
Hacia un pacto por el bienestar educativo
La buena noticia es que sabemos lo que funciona: inversión temprana en educación infantil, políticas de acompañamiento personalizado, financiación progresiva, escuelas abiertas a la comunidad, alianzas entre lo público y lo social, profesionales bien formados y cuidados. Lo difícil no es el “qué”, sino el “cómo”: voluntad política, consenso intergeneracional y visión de futuro.
En un mundo atravesado por la incertidumbre, la polarización y la precariedad, la educación puede ser el principal amortiguador del malestar y el principal impulsor de un bienestar más amplio, duradero y compartido.
Pero para eso, debe dejar de ser una promesa condicional y convertirse en un derecho garantizado.