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4/11/25

Más comunidad y menos chatbots

¿Estamos cambiando la conexión humana por vínculos digitales? Esther Paniagua reflexiona sobre cómo los chatbots y la tecnología afectan nuestro bienestar y nuestra capacidad de relacionarnos. Descubre cómo recuperar lo humano en la era digital.
Esther Paniagua
Periodista, autora, analista y profesora especialista en ciencia, tecnología, ciberseguridad y bienestar digital.

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¿Cómo evitar que el avance técnico se traduzca en retroceso humano?

Decía Sherry Turkle en Alone Together que la tecnología “nos hace olvidar lo que sabemos de la vida”. Sabemos que nos gusta conversar cara a cara, sentir la presencia del otro, pero cuando aparece una herramienta que facilita la comunicación (o la reduce a una mera transacción), renunciamos al encuentro físico casi sin pensarlo. Se nos olvida, dice Turkle, la experiencia misma de necesitarlo. “La idea de que la gente no querrá o necesitará a la gente se vuelve pensable a través de la tecnología”.

Turkle, socióloga y psicóloga pionera en el estudio de la relación entre humanos y máquinas, catedrática en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), fue una de las primeras en analizar y señalar el impacto de la tecnología en nuestra vida emocional. Ya en 2011, observó en sus investigaciones cómo las personas empezaban a recurrir a los medios digitales y a los robots sociales en busca de consuelo, amistad y cuidado. No porque estas máquinas estuvieran listas para amarnos, sino porque nosotros estábamos listos para amarlas a ellas.

Ahora, con los chatbots de IA generativa —convertidos en acompañantes, amigos, terapeutas o amantes— la tendencia se multiplica. Estos sistemas se han convertido en nuestros nuevos acompañantes emocionales. Millones de personas los consultan diariamente. Les piden consejo, comparten sentimientos e incluso establecen relaciones con ellos.

Sin embargo, estos productos no están diseñados para el bienestar del usuario. Al contrario, restan a ese bienestar. Compiten con nuestros seres queridos, con nuestras horas de descanso y sueño, con nuestro tiempo de ocio, con nuestro tiempo de trabajo, con nuestra concentración… De la economía de la atención, a la del afecto y la intimidad.

Uno de los principales problemas que esto plantea es la falta de alteridad de estos sistemas; es decir, de su incapacidad para ver el mundo a través de los ojos del otro. Una cualidad que se forma a partir de experiencias humanas compartidas como el nacimiento, la pérdida o la muerte.

Una máquina, por sofisticada que sea, carece de sentimientos. Solo ofrece una colección de simulaciones "como si" se preocupara o entendiera. Turkle observó que la gente se conforma con eso, considerándolo como una "conexión suficiente". Los chatbots actuales perfeccionan esta sensación a través de la adulación y el servilismo. Estos modelos tienden a decir a los usuarios lo que quieren escuchar, en una dinámica relacional que genera codependencia psicológica, donde el modelo se transforma en el personaje que cree que el usuario desea que sea.

Pattie Maes, informática e investigadora en inteligencia artificial en el MIT, habla del paso de las burbujas de información a las ‘burbujas de uno’, donde la persona interactúa con un eco de una IA aduladora y se aísla aún más. Esta se convierte en un objeto que nos da lo que necesitamos, sin el riesgo de decepción. Ofrece la ilusión de compañía sin las exigencias de una amistad verdadera. Pasa de ser “mejor que nada” a verse como “mejor que todo”: un sustituto limpio, complaciente e infinitamente disponible, frente a la complejidad, la impredecibilidad y el trabajo que requiere la conexión humana.

Quienes diseñan estos sistemas aprovechan nuestra predisposición cultural a tratar lo inanimado como si estuviera animado, a llenar los vacíos con nuestro anhelo de reconocimiento y afecto. El problema no es que nos engañen, sino que queremos que nos engañen. Participamos voluntariamente en lo que Turkle llamó el ‘efecto ELIZA’: nuestra tendencia inconsciente a antropomorfizar el comportamiento de las máquinas.

Hacemos esto para cubrir necesidades humanas ausentes, insuficientes o precarizadas, como la amistad, el cuidado o la compañía. La compañía virtual con IA ofrece un alivio contra el aislamiento, pero no suple las necesidades originarias. Al revés, crea un círculo vicioso peligroso: cuanto más delegamos el trabajo emocional en las máquinas, menos hábiles somos para navegar las complejidades de las relaciones humanas.

Como dice Turkle, “cuando uno se acostumbra a la compañía sin exigencias, la vida con los demás puede parecer abrumadora”. De esta manera, los chatbots no solo responden al aislamiento social, sino que lo amplifican, convirtiendo a los usuarios en personas que se conforman con menos empatía, menos paciencia y menos riesgo.

Una de las causas subyacentes a estos problemas es que la cultura tecnológica a menudo replantea el cuidado como un problema de eficiencia para el que el uso de robots como solución a la escasez de cuidadores para las personas mayores, o la psicoterapia con IA, pueden parecer soluciones óptimas. Lejos de estarlo, acaban reemplazando el cuidado con la simulación del cuidado, que queda reducido a un intercambio algorítmico. Conducen, además, a la complacencia moral: a la aceptación de sustitutos tecnológicos como soluciones sociales.

Sin embargo, los problemas sociales estructurales requieren de soluciones sistémicas acorde. La soledad es una consecuencia de la vida moderna, de la sobrecarga de trabajo, la fragmentación de las familias y el declive de las infraestructuras comunitarias. Un contexto que genera vacío y necesidad de pertenencia. En ese vacío irrumpen los acompañantes de IA, para aportar parches individuales para heridas que, en realidad, son colectivas.

Turkle nos recuerda que la asignación de recursos es una decisión social. Cuando recurrimos a soluciones tecnológicas que solo alivian los síntomas mientras el problema de fondo se agrava, no estamos resolviendo nada: lo estamos ocultando. Peor aún: nos permite sentir que hemos «hecho algo» mientras evadimos el arduo trabajo de reconstruir los sistemas humanos de apoyo.

Lo que necesitamos no es una interacción sin fricciones, sino precisamente la fricción de estar juntos, de ser humanos en comunidad. Recuperar la presencia física, la vulnerabilidad compartida y los espacios para el encuentro y para la discrepancia, donde podamos vernos y ser vistos (en sentido literal y figurado), donde interactuar, apoyarnos y, también, ser contradichos.

Esto exige invertir en salud mental más allá de chatbots (sin renunciar a la asistencia complementaria de sistemas automatizados especializados y supervisados), redes de apoyo vecinal y contacto intergeneracional: las infraestructuras complejas de la vida real que no se pueden automatizar. Esa ‘red-siliencia’ de la que habla Rosa Molina en este mismo espacio.

Bienestar extendido es evitar la degradación invisible del bienestar que se produce cuando las máquinas pasan de ser “mejor que nada” a ser “mejor que todo”; es reconstruir las redes sociales -físicas- y recuperar los espacios comunes perdidos; es el valor irreemplazable del encuentro humano. Ese es el mayor regalo que podemos ofrecerle a nuestro futuro: a nuestro yo de 2040.

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